En los últimos días, las redes sociales han enloquecido con la concursante Ángela Ponce. Una modelo que ha atraído la atención de todos por ser la primera mujer transexual que ha logrado convertirse en Miss España, y que ahora compite para el certamen Miss Universo.

Los memes en Facebook, Twitter e Instragram solo han demostrado que el mundo aún tiene un montón de prejuicios respecto a la comunidad LGBT+. La homofobia existe, y la transfobia también es muy real. Miles de usuarios han demostrado lo poco que saben de las personas transgénero y transexuales, pero sobre todo, el mundo ha demostrado que es mejor burlarse, hacer comentarios misóginos y sexistas, a educarse en el tema.

Esto se ha convertido en un debate imparable, en donde la mitad de las personas están a favor de ella, pero la otra mitad prefiere que se retire del concurso porque “no es una mujer verdadera”. El mundo aún no está preparado para la diversidad y libertad sexual, pero sigue estando en condiciones para conservar concursos en donde la mujer es tratada y vista como un objeto bello, frágil y hueco.

A lo largo del tiempo, las mujeres hemos sido puestas a un lado, porque nos han dicho que no somos capaces de realizar las mismas actividades que los hombres. Nuestro deber está en las actividades del hogar, en engendrar y criar a nuestros hijos y sobre todo, en mantener nuestra apariencia. Las mujeres somos sometidas casi a diario a procesos dolorosos, cansados y costosos: depilaciones, manicuras, pedicuras, tratamientos para el cabello, dietas atroces, además de usar los zapatos más cansados e incómodos para lucir bien.

Nuestros vestidos y faldas entalladas hacen imposible la simple acción de sentarnos y comer sin ninguna molestia, pero lo peor es que, después de todo ese esfuerzo sobrehumano, al entrar a cualquier red social, prender la televisión y hojear una revista, sentiremos que nada de eso ha valido la pena porque nosotras no podríamos ser nunca Miss Universo o un ángel de Victoria Secret.

Lo espantoso de este concurso no radica únicamente en los estándares absurdos de belleza, sino en el hecho de que una mujer vale más por su aspecto que por su conocimiento o inteligencia. Para la sociedad es más relevante una mujer que compite con otras para ser “la más bella del mundo”, que una mujer que ha sido ganadora de un premio Nobel. Una de nuestras grandes luchas es valer por nuestro trabajo, nuestros principios y nuestras acciones, pero parece que aún no podemos soltar los ideales estéticos que la sociedad nos ha impuesto con el paso del tiempo.

Pensamos que si una mujer es bonita, lo más probable es que sea una idiota. Asimismo, si una mujer no cumple con las medidas 90-60-90 y su cara no es lo suficientemente simétrica, es probable que sí piense y sea capaz de reflexionar.

Cada una de nosotras es libre de querer concursar en certámenes de belleza, pero la pregunta es ¿por qué querer hacerlo?, ¿por qué insistimos en que alguien más dictamine cuánto es lo que valemos? En el mundo deben dejar de existir concursos en donde se pretende demostrar que eres mejor que los demás; concursos que además nos dicen que todo cabe en el mismo molde y forma, y si no encajas en ello, quien está en un error eres tú.

Las mujeres también debemos dejar de competir entre nosotras mismas, y darnos cuenta de que cada una de nosotras vale por lo que piensa y siente. Pero además, debemos disfrutar y amar nuestra diversidad y entender –por fin– que la belleza es puramente subjetiva y que todos cabemos en ella.