Aquí habitaba el día y los restos de una hora oxidada venida a menos envejecida en las manos. Aquí ya nada pasa, hablo mientras tomo aire del viento que queda en la humareda.

Los mexicanos nos hemos perdido en largas filas y locas caminatas urbanas. Presos en la ciudad en una película más que vista en las dictaduras.

Una de las mayores razones para quedarnos callados fue ver a los hijos pequeños, escolapios de mirada triste viendo pasar los coches alterados, los grandes remedos del éxito, gigantes cruzando en aeroplanos falsos de cartón y estraza quemándose en el aire.

Los viejos se murieron solitarios y pobres. Abandonados por el sector salud infame.

Somos la única organización desorganizada en este país como observadores de todo lo que no pasa. Consumimos ese silencio en las paredes fijas, en los muros de sol alrededor de los sexenios, trienios del diablo que sacuden el cuerpo tirado en las esquinas.

Somos esa dependencia en las unidades de hospitalización. En lo particular soy eso que no quiero ser dentro de ese ser humano perdido cuerpo adentro, ese algo que siempre empieza haciendo su futuro cada día al fondo de la calle, donde esperan los buitres mi nombre lacerado.

Soy ese desparecido que me nombra en las noches. El normalista de Ayotzinapa. En el país los valores bancarios pesan más que otros valores y hay ahorradores que se ríen de los pobres en las grandes avenidas para cruzar jugándote la vida con lo hombre de a pie sin un puente. Un simulado puente, una nota en los diarios. Soy el avioncito de papel que juega en los simulacros de una patria que vigila la nada.

A nosotros nos vigilan en los ataques rupestres que hacemos en las redes sociales, en los virulentos intentos de cambiar de sitio, de mover el universo absurdo de los ciegos, de los reyes tuertos, de los que ven lejos la encrucijada en los centros comerciales de Estados Unidos.

Un día chocó un alcalde, otro atropelló y andaba ebrio, pronto salieron en su defensa, hasta sobraron y hubo versiones de que nada había pasado. Dos horas después en la confusión alguien regaló boletos para un circo y la gente fue a recuperar su despensa.

En México es delito ser pobre. Es como una gran cárcel donde si hablas te castigan y si no también lo hacen. Y ellos deberían estar en la cárcel y la vida no alcanza.

Somos un punto lejano al infinito desde donde ellos juegan a las acechanzas, nos venden la ropa, la cara gasolina, la peor golosina, el horrible tomate. Nos hacen creer que si esto y lo otro, en los falso que se ha vuelto todo, en lo dudoso del estado.

En todas las delegaciones y en las grandes ciudades hay juegos infantiles, parques, cine gratis, mujeres desnudas, videos porno, playas artificiales, escuelas que se remozan con el proveedor favorito, equipos de futbol que juegan a fallarse un gol, a flotar en el medio campo, a lesionarse en el partido donde juega el hermano mayor.

La corrupción se ha vuelto eso que llaman un mal de amor necesario. Se ha quebrado todo en los cristales de ver la democracia, alguien inundó el escenario, se correó la esencia de mirarnos a la cara, de no darnos el frente sino la espalda.

En las televisoras desahuciadas y en las redes sociales a alguien le conviene un escándalo que más o menos sirve para encubrir otro más grande en la cadena infinita de complicidades.

HASTA ENTONCES