El café es un pequeño restaurante atestado de gente. Los parroquianos concurren a platicar de cosas triviales para dejar pasar el tiempo. Y el tiempo pasa.

Afuera la guerra continúa en lo que hay que cambiar: unos tubos, los cables hacen corto, y no ayuda el aprendiz, el sabio que solo observa las cosas.

La taza de café se difumina en una toma aérea por el vapor. En su lugar el vapor aporta creatividad y carácter de nube, de algodón disuelto. La taza se vuelve mujer.

La historia es muy importante. A los costados de la taza de café están los escuchas y su instrumental de audiencia. Las historias van y vienen y el ruido escurre alrededor de las palabras. Sería pesado entrar a la vida de cada uno a conocer sus tragedias mientras bailan atrás de su casa.

Vale la pena ver el momento exacto en que la mano se ase al azar y sin esfuerzo levanta la taza a media altura. La mide un poco, la acerca a los labios y en su trémulo instante de víctima la taza se inclina indecente y se entrega. Los dedos entonces sueltan su soberbia taza, la dejan reposar sobre la mesa y la mano busca otras cosas que hacer en la vida.

El tiempo de café dilata el tiempo de vivir. El agua proviene de lejos y luego estalla en soberanas tinajas hirviendo entre artilugios de una industria floreciente y cautiva. El café es un trago lento de palabras, un contenedor de misterios nocturnos y alados.

El verbo extrema sus precauciones al borde del área que circunda la taza, el popular recipiente puesto así en la mano es una posesión espiritual. No la sueltas por más que lloren y lloras.

El hombre está solo y su taza de café con sus historias negras. La cafetería es una ciudad de acontecimientos estremecedores y felices encuentros. El mensaje se lee al revés en la pantalla del teléfono en las celebraciones de aniversarios en una red infinita.

Las historias toman las calles y las hacen suyas en el espiral del humo. En todo ese tiempo escuchamos al interlocutor narrar del otro lado de la taza. Hay una leve discusión al respecto pero la hace desistir el pequeño sorbo, las comas ligeras, los entretelones ceremoniosos al beber una taza de café.

En la reunión la cifra de espectadores pertenecen al mercado local, son documentados en el archivo de cámaras instaladas en la calle Hidalgo, rosacruces, embusteros y menesterosos. Escuchan la historia aquella que nadie imaginó fuese a pasar. La suya propia.

Después de varios minutos, que en la vida real fueron horas en alguna parte del planeta, las luces de la cafetería comienzan a incendiarse. Se retira lentamente el día con su fábula humeante. ¿Qué puede ocurrir para satisfacer esa curiosidad que llena mientras tanto la tarde?

La cafetería es un gran lago y breves lanchas de papel, y sus remos de manos y dedos, la taza de café.

Alrededor, si observas bien, la taza de café mueve la gente. Giran en incansable círculo vicioso en los ojos que miran ahora cómo se suelta la taza y los dedos se alejan de a poco y salen del establecimiento cargando dibujos.

HASTA ENTONCES