Hace más de 10 años estuve por primera vez en París, fue entonces un encuentro personal con la ciudad y sus encantos, me reconocí en cada una de sus calles, palacios, museos, restaurantes. Lo que más me gustó entonces fue la sensación de no sentirme extranjera en la ciudad, comprendí que el encanto parisino consistía en eso, en que todos los que la visitan quedan encantados porque encuentran o reconocen un pedacito de ellos en esa famosa metrópoli.

París sobre todas la ciudades, diría el autor de “Parisgótica”. En ese primer viaje nos hospedamos en un hotel pequeño y antiguo cerca de la emblemática plaza de la República, donde los trabajadores tienen por costumbre reunirse en las protestas para demandar mejoras salariales, la gastronomía internacional rodea la plaza y hay desde comida china hasta texana pasando por la árabe y mexicana.

Sin prisas caminábamos desde ahí hasta el Museo Pompidou, la iglesia de Saint Eustaquio, el jardín botánico, recorríamos un París sin tráfico y por la noche, cerca de las 10 pasábamos a comprar fruta y agua Evian a precios ridículamente baratos para asombrarnos de que aún el sol no se metía. Desde entonces amé París, su seductor encanto era irresistible.

Ahora que regresamos, la ciudad nos mostró otra cara, menos íntima y más cosmopolita; hospedados en la zona más moderna que rompe con toda la maravilla romántica de su paisaje, dormimos en La Defensa, lugar donde se ubica el centro financiero y militar más importante de Francia. En pocos minutos y sin mucho tráfico una vía rápida lo pone a uno en los Campos Elíseos, en el Arco del Triunfo y la plaza de la Concordia, pero el centro parisino está inundado de tráfico y turistas, muchos turistas, demasiados turistas.

Así entre la multitud caminamos por el centro, entramos a visitar la Catedral de Notre Dame, nos abrimos paso para poder recorrer el Sena y cuando nos tocó salir de la ciudad para visitar Versalles, temiendo ser víctimas de un atropellamiento masivo, al ver la interminable cantidad de  turistas que querían entrar a visitar el palacio de Luis XIV, optamos por recorrer las calles del pueblo que refleja la provincia francesa, indiferente al ajetreo que se vive en su palacio.

París invadido por las hordas de bárbaros, turistas que hablan en mil lenguas y solo desean selfis con la Gioconda, al Louvre mejor no acercarse, imposible entrar y disfrutar las obras de arte. Pero entre tanta confusión estaba la mesera rumana que hablaba español y nos explicaba la carta, el taxista árabe que al oírnos hablar en español cambió la frecuencia de la radio a una estación de música latina y la recepcionista del hotel que siempre atenta nos ayudaba a recuperar el equipaje.

Pero el encanto parisino sigue ahí, en sus avenidas, elegantes edificios y sus fantasmas: Napoleón recordado por los más extraordinarios monumentos, Víctor Hugo y su eterna evocación en Notre Dame, que se suman a nuevas formas de expresar la vocación histórica de la ciudad, pendiendo en los puentes del Sena miles de candados de quienes han sellado su unión en el único lugar del mundo donde el amor está siempre presente.

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