Entre los años de 1970 y 1971, nuestro domicilio se ubicaba en la calle de Azueta de la colonia Manuel Ávila Camacho, allá en la “tierra de Dios y María santísima”. Habíamos llegado a ese lugar, gracias a la generosidad de un amigo de mi padre, el señor Juan Patiño, quien para no dejar sola su propiedad, al trasladarse a vivir, a la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, nos permitió vivir en su casa, con el compromiso de vigilarla, limpiarla y hacer buen uso de las instalaciones.

La casa de madera, estaba a bordo de calle y la parte trasera, era un terreno en forma rectangular de 40 metros de largo. Del lado sur, aún permanecía la construcción de unas porquerizas, ahora abandonadas; del lado opuesto, había una casa modesta destinada para don Pedro, un hombre cercano a los 60 años, mirada de Lince, que usaba sombrero y tenía un bigote abundante y el pelo cano.

Cada cierto tiempo, se aparecía en la propiedad, saludaba y se iba a dormir, no sin antes fumarse un cigarrillo marca “Delicados”, en la oscuridad de la noche, sabiéndolo por el tizón rojizo del tabaco que se quemaba por cada chupada que le daba al cigarro, como si un conjunto de luciérnagas, volara a su alrededor, para alumbrarle el camino.

También, en el mismo costado norte, alcanzando una elevada altura, aparecían frondosos, dos árboles de aguacates o “paguas”. Tales árboles, año con año, producían gran cantidad de frutos, tantos, que mucho tiempo dejamos de comprarlos.

Nuestra casa, era la penúltima, antes de llegar a la esquina sur, lugar donde vivían un par de ancianos muy platicadores, en una pequeña casa de tarro, poblada de árboles y plantas de diversas clases. En contra esquina, estaba una tienda de abarrotes, propiedad de la familia Quiroz Romero; a veces atendida por Concha la hija mayor, o por Eleazar, el “Palito”, el hermano del famoso “Macaco”, de nombre Arturo. Óscar Quiroz Romero el hermano mayor, trabajaba en Pemex, en tanto que el “Macaco” terminaba la Prepa, para después convertirse en abogado.

Frente a mi domicilio, había una vecindad con habitaciones de material o de cemento, exactamente enfrente de nosotros, vivía la familia del “Chuper Negro”, compuesta por su esposa y dos hijos varones.

En la misma vecindad, pero del lado opuesto, vivía don Ruperto, un hombre de 75 años de edad, soltero, siempre vestido de caqui—camisa y pantalón igual a las que usaban los obreros de la industria petrolera—. Atendía sus necesidades básicas, viviendo de una pensión económica concedida por el ejército mexicano, puesto que había sido Villista, es decir, había participado en la Revolución Mexicana, en el bando del general Francisco Villa. Por ello, no trabajaba, solamente dormía, comía, se emborrachaba y permanecía en casa.

La chamacada del rumbo, identificaba al viejo como el “Viva Villa”, porque el señor, con cierta frecuencia acostumbraba emborracharse, haciendo los desfiguros propios de un ebrio y de un hombre de su edad. Por ejemplo, una vez borracho, los adolescentes del rumbo, le gritaban ¡pecho tierra! y el señor se tiraba al piso !Firmes¡ y enseguida se levantaba.

Era muy dado a manotear, como se estuviera alegando con otra persona que por supuesto, nadie veía; el rasgo peculiar, era exaltar al general Francisco Villa, y lo hacía gritando a todo pulmón: “¡Vivaaaa Villaaa cabrones!””

Más de una ocasión, me tocó presenciar la llegada de la “Julia”, como era conocida la patrulla policiaca, la que, respondiendo al llamado telefónico de una nervioso vecino, venía a detener al anciano porque don Ruperto, ya bien “persa” gustaba de sacar su vieja pistola, tipo revolver y jalar del gatillo, dirigiendo los balazos al cielo: Aaaaayyyyyyy Jaaaiiiiiiiiijaaaaiii, ¡“Viva Villa” cabrones”, gritaba jubiloso.

Alguna vez, de cierta forma, un vecino se enteró que un enemigo político de don Ruperto, era el general Álvaro Obregón, representante de la fracción triunfadora de la Revolución y quien en la vida real, aunque al comienzo del brote revolucionario, fue aliado del centauro del norte, al final, terminaron enemistados, al punto que Álvaro Obregón, es considerado en la historia como el autor intelectual del asesinato del general Francisco Villa.

Lo interesante es contarles que una vez que la palomilla se enteró de la antipatía obregonista de este pintoresco personaje de la calle Azueta, decidieron molestarle con ello. Y así, cuando don Ruperto volvía a echarse sus tragos y repetía su rutina parrandera—manoteando, gritando y gritando¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Viiiiiivvaaaaa Viiiilllaaaaa cabrones!!!!!!!!, se escuchaba a la distancia una voz juvenil decir: ¡¡¡¡Viiiivvaaa Obbrreeeggoooonn!!!!!, don Ruperto volteaba en dirección al origen de la voz y gritaba: ¡¡¡¡¡¡Chinga tu madre cabrón!!!!!

El tiempo pasó, al terminar de estudiar la Preparatoria, cambiamos nuevamente de domicilio, trasladándonos a la calle Flores Magón de la Colonia Tajín. En 1972, estudiando ya mi carrera, un amigo me informo de la muerte por congestión alcohólica de don Ruperto, a quien encontraron sin vida en la cama de su cuarto.